Cual de mágico acento por la influencia
que eleva y enardece los corazones,
resurgiendo afanosa de la indigencia,
da mi Lorca señales de potencia
al grito sacrosanto de ¡procesiones!
Estos versos que escribiera el poeta lorquino Enrique Jaén Alcaraz en 1.923, podrían ser muy bien el anuncio, la llamada …, la invitación al fin, para presenciar la Semana Santa de Lorca, y participar en ella. Sirva pues esta estrofa como pórtico de mi pregón.
Queridas Presidentas y Presidentes de las Cofradías de la Semana Santa lorquina, dignísimas Autoridades, compañeros de Corporación, Cofrades, queridos conciudadanos, Señoras y Señores:
Bien sabemos todos cuantos sentimos apego a esta bendita Lorca, que ésta es una tierra de contrastes. La desproporción para todo, dicho sea entre nosotros, parece formar parte de nuestra manera de ser; nos excedemos con facilidad al mostrar lo que de bueno hay en nosotros, que es mucho, y también cuando manifestamos alguna que otra cosa no tan buena.
No somos capaces de hacer algo con mesura, por eso, el aforismo “O la Corte o el Cortijo” parece hecho especialmente para los que aquí vivimos. Cualquier cosa que los lorquinos emprendamos nos sale a borbotones de puro entusiasmo, porque no es que pongamos manos a la obra, como vulgarmente se dice, sino que ponemos además cuerpo y alma y un especial empuje que muchos achacan a nuestro pasado fronterizo y apasionado.
Y créanme que no exagero, fíjense: el lorquino es abierto y extrovertido, de hablar alto y expresivo, y si de hospitalidad se trata, somos el pueblo más acogedor del mundo; por otro lado, en Lorca tenemos un río que parte a la ciudad en dos, pero o no lleva agua ninguna o se desborda sin aviso previo; otra cosa, si hemos de tener una tierra sobre la que asentarnos, no nos conformamos con poco, no, queremos el municipio más grande de España; además de ello, aquí en Lorca, el azul de nuestro cielo se torna el más profundo añil que imaginarse pueda; y pensemos más, nuestros antepasados erigieron un castillo, y sobre las estrellas lo encumbraron, y más cosas, si la piedra de nuestros monumentos ha de dorarse con el sol de la tarde, nuestros atardeceres la iluminan casi hasta el incendio.
Así de extremosos somos para tantas y tantas cosas…, y para conmemorar la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo no podíamos cambiar esa personalidad colectiva que nos domina y caracteriza. Nuestro empeño ha estado siempre puesto en hacer de las procesiones y desfiles de la Semana Santa de Lorca una manifestación singular y extraordinaria, “una pasión diferente”, y con ellas somos hoy capaces de causar asombro, de crear expectación y de provocar el arrebato emocional más descarnado.
Los que vivimos en esta tierra no entendemos de medias tintas; no nos gusta hacer nada sólo a medias; y la exaltación, y hasta el fanatismo bien entendido, sale a relucir cuando de defender o engrandecer lo nuestro se trata. “Lorquino al fin”, suele decirse por aquellos que nos conocen y nos quieren, por los que nos aceptan tal cual somos, sin pretender cambiar un ápice de lo que sentimos o hacemos.
Y aquí estoy, queridas amigas y amigos, entrañables ciudadanos de esta Lorca ancha de cuerpo y alma, esforzados cofrades de los Pasos lorquinos, vengo a pregonar porque así lo habéis decidido los presidentes de las cofradías, y porque para cualquier lorquino es un honor aceptar tal encargo, hoy vengo ante vosotros, ante todos los que hacéis y sentís la Semana Santa de Lorca, con el gran encargo de anunciar, un año más, el nuevo ciclo de procesiones de nuestra ciudad que comienza, sin discusión posible, cuando la Virgen de los Dolores, con su rostro, abatido y sereno a un tiempo, se asoma a las puertas de San Francisco. Antes, y cumpliendo con una antigua tradición, ya los pasos habrán hecho, a bombo y platillo, con cornetas, tambores y banderas al viento, su particular anuncio de participar en las procesiones.
Un anuncio que significa casi todo en cuanto a la extraordinaria manera que tenemos los lorquinos de entender los misterios más sagrados. Yo vengo hoy, como lorquino apasionado, fronterizo y exaltado, como procesionista plenamente convencido, a pregonar nuestra particular manifestación de religiosidad popular; a decir a todos cuantos quieran oírme que sólo una es llamada Ciudad del Sol y que bajo ese mismo sol, en primavera, la gente de Lorca sigue siendo capaz de desplegar toda aquella magnificencia que Salvador Rueda supo sintetizar espléndidamente en los tercetos finales de su muy conocido poema:
Ángeles, Patriarcas, Dignidades,
Símbolos y Divinas Majestades,
pasan entre oleajes de grandeza.
Y asombra aquel desfile nunca visto,
cual si la fiesta consagrada a Cristo
¡fuese el Juicio Final de la Belleza!
Pero no perdamos de vista la sustancia de cuanto nos trae hoy a este hermoso templo de San Mateo. En cualquier celebración de Semana Santa de nuestro país, tenga más o menos renombre, concurren los valores religiosos que, bajo la apariencia de la más absoluta diversidad, desembocan en un punto común, rememorar los misterios de la Redención.
Todas las procesiones de Semana Santa, incluida la nuestra, tienen idéntica significación litúrgica. Pero si acudiéramos a preguntar a los procesionistas de Sevilla, Málaga, Valladolid, Zamora, Cartagena o Murcia, sobre el trasfondo religioso, o el esplendor, o la popularidad, o el decoro y hasta la superioridad artística y emocional de la que consideran su Semana Santa, sus respuestas patentizarían de modo claro que, a pesar de la unicidad doctrinal, no hay dos Semanas Santas iguales.
Y ahora cabría preguntarse: ¿dónde se forjan esas diferencias formales? Pues son contrastes que pertenecen exclusivamente al ámbito de la tradición cultural y, por eso, si no acudimos a analizar cómo nace y se desarrolla esa tradición, no alcanzaremos nunca a comprender del todo las peculiaridades del culto, ni las musicales, ni las artísticas de las distintas formas de celebrar y representar la Pasión de Cristo.
A cuantos amamos a Lorca y su Semana Santa, que somos la generalidad de los lorquinos, nos gusta adentrarnos en esa tradición cultural a la que responden nuestras procesiones de Semana Santa, nos complace indagar en su esencia y visualizar con claridad cuáles son los matices, las peculiaridades y los valores indiscutibles que se han forjado en los más de cuatro siglos de historia con que cuentan nuestras cofradías. Y especialmente en los últimos 150 años en los que surgieron los más notables rasgos distintivos que han otorgado a nuestros desfiles pasionales su condición de Interés Turístico Internacional. Pero, ¿Cuáles son los rasgos definitorios de la tradición sobre la que descansa nuestra Semana Santa?
Sin dudarlo, el primero de todos sería la devoción sincera y profunda, el apego a una tradición religiosa que en Lorca, como en otros muchos lugares, comienza con una fecha precisa, por todos recordada, que nos remonta al comienzo de la Baja Edad Media. Pero habríamos de esperar los lorquinos aún más de dos siglos para que las primeras agrupaciones penitenciales hicieran su aparición en el siglo XVI, iniciándose con ellas esa exteriorización de la fe expresada de forma plástica.
Lorca tuvo, hasta la primera mitad del siglo XIX, unas procesiones al modo que podríamos llamar tradicional, y en ellas hizo asiento una suerte de pedagogía popular directa, fácilmente comprensible, que rememoraba cada año el mensaje soteriológico que encierran los principales pasajes evangélicos. La repetición constante de este ciclo fijó también sobre las Imágenes que lo componían afectos místicos y querencias mucho más humanas y de una hondura tal que se han mantenido y trasmitido de generación en generación.
No puede entenderse de otro modo ese amor tan verdadero, la pasión desatada y la veneración sin límites que los lorquinos sentimos y demostramos hacia las Imágenes de nuestros Pasos, Hermandades y Cofradías.
Sólo así, fundados en esa devoción tradicional, se entienden mejor los vivas, las palmas, la emoción en lágrima viva y los requiebros verbales, casi galantes, que se alzan entre pañuelos a la Virgen de la Soledad, de la Piedad, de los Dolores, de la Amargura, de la Encarnación, nuestras Vírgenes, que son tantas y Una al mismo tiempo.
Sólo así es comprensible la piedad telúrica, el magnetismo emocional inexplicable que siguen provocando las más crudas imágenes de Cristo inmerso en su Pasión, y que recuerdan de modo preciso la angustia en el huerto de los olivos, la sumisión del Cristo del Rescate en su prendimiento, la resignación del Señor de la Penitencia cuando fue azotado y ultrajado, la agonía de Jesús Nazareno, Cristo del Perdón camino del Gólgota, el desgarro final del Crucificado, Cristo de la Sangre, mirando al cielo en su agonía, y la paz del Cristo Yacente que ha entregado su vida, momento cumbre de la Redención, y es llevado al sepulcro.
Y sólo así podemos alcanzar a comprender esa mezcla de gozo y bullicio por una resurrección que aquí, en Lorca, vivimos en majestuoso aleluya con Jesús Resucitado, “El Palero”, bellísima talla que todos agradecemos a Roque López, el mejor discípulo de Salcillo.
Ese fervor expresado en procesiones silenciosas, penitenciales y sublimes, sigue hoy vivo en los Pasos Morado, Encarnado, de la Curia y del Resucitado. Cofradías pequeñas, (que no menores), que aportan, su gran belleza, recogimiento y religiosidad a la Semana Santa de Lorca,
Estas Cofradías no se incorporaron en su día a la moda de representar escenas bíblicas, una particularidad que asumieron, como seña propia, Blancos y Azules.
Entre ellas se encuentra la archicofradía de trayectoria histórica ininterrumpida más larga en nuestra ciudad, la del Señor Resucitado.
Entre ellas figura la Hermandad de la Curia, que llena de austera dignidad los más bellos rincones de la parte vieja de Lorca.
Entre ellas, también, la del Cristo de la Sangre, el Señor de la Penitencia y Nuestra Señora de la Soledad, que con sus escenificaciones pasionales es capaz de arrastrar a todo un barrio y unirlo en un solo silencio.
Y entre ellas, también, la del Cristo del Perdón, cuyos rezaores, ante el silencio y recogimiento de todos, con sencillos versos, que han pasado de padres a hijos en tradición secular de la huerta lorquina, rememoran la verdad y la trascendencia de cuanto ocurrió en el Gólgota.
En la identificación de los lorquinos con cualquier representación de la divinidad se advierte siempre una devoción sencilla y espontánea, sin complicaciones. Un compromiso de fidelidad devota que se adquiere casi con el nacimiento, y que se manifiesta con firmeza cuando somos capaces de declarar, de modo consciente y militante, la pertenencia a un color, a un barrio, o la lealtad a unas banderas que en Lorca tremolan, al son de cada himno, sobre imaginarios territorios de pasión ensimismada.
La poesía refleja de modo preciso todo ese caudal de sensaciones íntimas:
La Virgen de la Amargura, caminito del Calvario.
Espinas lleva en el pecho, lirios blancos en las manos.
Sus ojos miran al cielo con su mirar desmayado.
Y si esto lo escribía Rafael Sánchez Campoy, no es menor la intensidad de José Luis Molina cuando nos regala sus variaciones sobre un mismo Dolor:
Cuando aparece la luz de los Dolores estalla el rugido ciego de una emoción no comprendida. Ella, soledad, dolor, amargura. A su paso, silencio. Luego, otra vez vocerío.
Y como fondo de esa devoción interiorizada, siempre oiremos las heladoras saetas que cortan la noche en San Cristóbal y la salmodia sempiterna y monocorde que asciende, trabajosa, por la empinada senda de aquel camino de cruces.
No cumpliría fielmente el encargo de Pregonero si no relatara un momento para mí sublime y emotivo cada Semana Santa, en la noche del Jueves Santo, volviendo al atrio de San Cristóbal tras llevar sobre mis hombros al Cristo de la Sangre, antes de bajar los varales al suelo, rozando ya el suelo para que la Cruz pueda franquear el pórtico de la Iglesia, las piernas flaquean, no por el peso de las andas, sino por la carga emotiva de una saeta del maestro Marcos Salvador Romera, que desgarra la noche en la voz de Curro Piñana:
San Cristóbal es un grito
de silencio al ver pasar
al mejor de los Benditos
con su Sangre derramá
Rabalero, rabalero
¡Ay! mi Padre Rabalero
¡Ay! mi Cristo de la Sangre
clavaíco en el maero
¡Que pena tiene tan grande
tu Madre y el Barrio entero.
Devoción franca y honda, expresada a veces con trazo grueso y desaforado; en otras ocasiones declamada a puro grito por un pueblo que se conmueve ante la amargura y el dolor; y en muchos casos, como escribiera Muñoz Barberán, bastarán sólo las flores para decirlo todo: Nuestros fervores florecen en clavel. Contigo vamos. Con gritos y claveles te aclamamos. No sabemos hacer otros honores. Y porque no sabemos, bondadosa aceptas que cubramos de claveles el camino que sigues presurosa.
Imágenes virginales, vivas y palmas, músicas, banderas, flores y devoción no bastan para cerrar el círculo de la esencia de nuestras procesiones. Son parte importante, quizás la que más sorprende y hasta perturba a quien no esté familiarizado, pero quedan más singularidades de las que hablar.
Hasta ahora he hablado de devoción desbordada, es la primera de las señas de identidad de nuestra peculiar forma de vivir la Semana de Pasión. La segunda de las notas definitorias la pondría yo en esa Jerusalén en que Lorca se convierte como si de una gran tramoya se tratara, esas representaciones bíblicas que desde hace tantos años son la más atractiva cara de nuestra procesiones. Asensio Sáez, con la sensibilidad y delicadeza que le caracterizaba, definía las procesiones lorquinas como uno de los más hermosos espectáculos sacros españoles, redondeando su apreciación de esta manera:
Viernes Santo está aquí y toda Lorca es página encendida, secreto a voces de un gran libro, Biblia ambulante que busca el oreo de los vientos, el aroma goloso de los campos, los oros en libertad de un sol maduro que pronto empezará a recoger su cola detrás del horizonte…
Cuánta sabiduría puso al condensar con dos palabras -Biblia ambulante- la plástica tradicional que sustenta nuestras procesiones.
Una tradición histórica cuyo nacimiento tiene fecha fija en aquel Domingo de Ramos de 1855 en que, como si fuera la primera vez, el Pueblo Hebreo, con los apóstoles y el Señor montado en la borrica, irrumpía en las calles de nuestra ciudad. Pero, no fue aquella la primera vez pues, según nos dicen los historiadores, desde 1.589, y durante algunos años, los cofrades de San Roque y San Sebastián hacían en la tarde del Domingo de Ramos procesión de la entrada en Jerusalén conforme al Evangelio de aquel día.
Aquel Pueblo Hebreo de los Blancos, más la Calle de la Amargura del Paso Azul, pondrían al cabo de la calle una dramaturgia evangélica de consecuencias insospechadas. Ambos cuadros vivientes fijarían un horizonte radicalmente nuevo para nuestra Semana Santa al que, muy pronto, se incorporó el Antiguo Testamento a través de la tipología bíblica. Un arma poderosa que en manos de las cofradías permitió recrear un alegórico ciclo de la Vida y Pasión de Cristo a través de figuras de la Historia Sagrada.
Las procesiones lorquinas terminaron por configurarse como una vita Christi, en el más amplio sentido del término, y como un homenaje a la Biblia católica al copiar, incluso, la propia estructura de los libros bíblicos añadiendo, en la década de 1870, aquel primitivo grupo de la Visión basado en el Apocalipsis de San Juan.
En aquella riqueza simbólica de los albores de nuestra Semana Santa, jugó un papel importante la rivalidad entre Blancos y Azules, aquella noble emulación a que se refieren los más antiguos programas explicativos de las procesiones, desvela la sobrepuja que ya entonces se producía por ver quién representaba con más propiedad cada grupo puesto en carrera, o por sorprender con escenas insólitas y grandiosas.
Todos coincidieron en la década de 1960 en que el cortejo lorquino plasmaba con fuerza y originalidad sin parangón el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas, y a ese nuevo concepto se sumaron propuestas y formulaciones que nos han conducido hasta nuestros días.
Hoy nuestra Semana Santa es más que nunca esa Biblia ambulante que describía Asensio Sáez, una lección viva de historia del cristianismo que asume la tradición para mostrarnos, desde todos los puntos de vista posibles, la literalidad fastuosa de los pasajes bíblicos o históricos, la lectura alegórica de algunos grupos destinados a significar más de lo que aparentan, la enseñanza moral que en cada personaje subyace y, finalmente, la contemplación directa de aquellos actores principales -Cristo y su Madre- en los que todo confluye y cobra pleno sentido.
La civilización asirio-babilónica, el Egipto de los faraones, las dinastías reales de Israel, la Roma imperial, profetas, sibilas, prodigios y sucesos que cambiaron el curso de los tiempos… todo visto a la luz de una nueva era, todo pendiente de la gran parusía, todo explicado admirablemente bajo el signo de la Cruz.
Podrán hoy los historiadores señalar aciertos y desatinos del pasado; cualquiera podría invocar la pureza de la tradición y mil y una incomprensiones y desafueros; se podría traer a colación todo eso y mucho más, y nada empañaría mínimamente la belleza formal y el complejo contenido religioso de unas procesiones hechas aquí a nuestro modo, con excesos, con contrastes, con pasiones inconcebibles que se traducen en gestos, expresiones y actos insólitos aprendidos de nuestros mayores.
Por más que lo pueda parecer, nada hay de extraño cuando los lorquinos recogen y vitorean la bandera de un paso; no causa asombro que Marco Antonio y Cleopatra, Salomón y la reina de Saba, o Ester y Asuero, paseen nuestras calles cada Semana Santa subidos en carrozas, carros y literas; no hay incongruencia en que Moisés y Nerón compartan una inaudita vecindad, o en que caballerías espléndidas, cuadrigas, bigas, sigas y tiros nunca vistos realcen las figuras de reyes, emperadores y tiranos.
En Lorca todo esto es natural y hasta plausible por el fin último que se persigue. Quien pretenda singularizar cada una de estas representaciones está perdido. O se traza sobre ellas una mirada larga e integradora, o el gran friso bíblico-histórico de nuestras procesiones pierde su necesario contexto, esa síntesis de la que surge la idea genérica que impulsa nuestro particular cortejo.
En las décadas finales del siglo XIX la procesión lorquina de Viernes Santo ya era conocida en toda España. A presenciar su paso por las más tradicionales calles de esta ciudad acudían relevantes personajes y en las páginas de los periódicos dejaron constancia de sus impresiones, unas frases que engrandecen hoy la pequeña gran historia de nuestra Semana Santa. En la mente de todos nosotros están aquellas palabras de Ramón y Cajal, al que las procesiones lorquinas le parecían una reviviscencia de civilizaciones asiáticas, o aquellas otras del marqués de Valdeiglesias, director del periódico La Época que en 1885 decía: Señores, esto no es para describirlo, sino para verlo.
Los versos finales de aquel antiguo soneto, que a fuerza de repeticiones ha llegado a ser algo así como un anónimo popular, refuerzan ese concepto de ficción orientalizante que en algún momento se quiso ver y potenciar en nuestras procesiones:
Formad con un raudal de pedrería,
oro, raso y tisú, combinaciones
de artística labor; luego, a porfía,
barajad episodios y naciones,
y una idea os dará la fantasía
de lo que son, aquí, las procesiones.
Aquellos años finales del XIX y los que abrieron el siglo XX fueron especialmente significativos para nuestras procesiones. Aparecían entonces los primeros grupos a caballo, aquellas primitivas carrozas que eran el no va más del asombro y, sobre todo, el lujo y la propiedad casi arqueológica de unos trajes que incorporaban pedrerías y oro, tímidas incursiones en seda y una confección aprendida en los mejores tratados de historia del vestido.
Aquellas demostraciones de esplendor artístico derivaron pronto en un bordado en sedas matizadas al que se aplicó la secular sabiduría de la mujer lorquina, curtida en el bordado popular. A ese bagaje doméstico, se incorporaría lo aprendido en una tradición culta de oros briscados, mates y brillantes.
Los mantos de las Vírgenes, sus palios y estandartes, fue lo primero que se bordó, haciendo de la seda la absoluta protagonista del color y del arte que hoy muestra nuestro cortejo. Aquellos años fueron la “época dorada” o “clásica” del bordado lorquino, y a pesar de que los talleres de los pasos alcanzan en nuestros días cotas de calidad insuperables, se siguen venerando aquellos increíbles bordados como si fueran preciadas reliquias.
Si dos pasos ha habido siempre en lo tocante a rivalidad, también para siempre quedaron fijados los nombres de Cayuela y Felices, como dos portentos azul y blanco respectivamente, dos personas con las que Lorca aún mantiene una deuda de reconocimiento. De su imaginación fértil brotaron sendas maneras de concebir puntos y matices con el único objeto de servir al arte y de que éste, a su vez, ensalzase a María en una imaginada cumbre de raso, sedas, flores y puntillas.
Ellos dieron vida a esos deslumbrantes mantos que mienten espacios celestes y terrenos; a los estandartes que engañan al ojo y profundizan allí donde sólo rige lo alto y lo ancho; a los paños que exhalan el aroma de todos los jardines juntos; a las túnicas que semejan el revuelo dorado del fuego y de las nubes al atardecer. Y ese caudal de color y oropel traspasaría pronto el estrecho cerco de los tronos para encaramarse a los grupos a pie, a los carros y caballerías y a unas carrozas que muestran hoy trabajos nunca imaginados.
Ellos dirigieron acertadamente las manos de unas bordadoras lorquinas a las que un monumento agradece tanta entrega, recordándonos que sin ellas, sin su paciencia infinita ligada a la habilidad que atesoran, casi nada de esto que hoy celebramos y alabamos hubiera sido posible.
El bordado lorquino es gracias a ellas una marca de calidad, una denominación de origen por la que hay que trabajar en serio potenciando su aprecio fuera y dentro de nuestra ciudad, e impulsando profesionalmente a cuantas personas y entidades lo hacen posible. Sé que es esta una tarea pendiente y una demanda que hay que afrontar con urgencia, y a ello estoy seguro de que nos pondremos con todo el empeño y la determinación que requiere el asunto.
Pero si la ejecución material de nuestros bordados ha estado confiada a la mujer lorquina, que es el alma de los talleres y la base en donde anida la singular maestría con que se resuelve cada trabajo, tan apreciable como esa aportación ha sido y es el esfuerzo estético que llevan a cabo los directores artísticos. Con personalidad singular o colectiva, ellos representan la idea global que define a cada grupo y lo enlaza con el resto de la procesión. Ellos son los que sugieren nuevas incorporaciones de figuras simbólicas o la recuperación de aquellas que el tiempo y el uso han maltratado.
Con estos tres aspectos sobre los que he paseado mi relato, -devoción desatada, Biblia en vivo, y el preciosismo del bordado-, las procesiones de Lorca podrían estar descritas en su perfil más característico. Pero, hay algo que completa ese marco de esencias de nuestras procesiones y de los actos que las rodean: la participación entusiasta de todo un pueblo. Sin esa movilización colectiva nada de esto sería lo que es.
Comenzaba este pregón recordando ese carácter exaltado, apasionado, sin mesura y excesivo que define a cuantos aquí hemos nacido, y eso que pudiera parecer un defecto, se vuelve virtud cuando de lo que se trata es de engrandecer una ciudad y de defender y exaltar todo aquello que de positivo hay en ella.
Para nuestra Semana Santa, cada aportación personal es imprescindible, y las hay de todas clases. Hay mayordomos que prevén y cuidan cada aspecto del desfile; hay figurantes en carrozas, carros, a caballo y a pie; hay intérpretes de música cofrade que soportan fríos invernales en los ensayos, para llenar con sus sones las tardes encendidas de esa Pasión diferente; hay quienes trabajan anónima y desinteresadamente en las casas de los pasos y en las naves; hay quienes saben poner flores en los tronos, o maquillar, vestir y peinar a cada personaje; otros sabrán escribir para programas y revistas; otros conocen a dónde acudir para encontrar los caballos necesarios; los hay que reparan atalajes y arreos, o que limpian y cuidan atrezzo y carros y carrozas; dan puntadas otros a última hora, o componen apresuradamente capetas, faldones y petos…
Tantas y tantas cosas deben estar listas a su hora, que parece casi imposible y hasta milagroso que todo encaje a la perfección en la carrera. Y en ella es donde finalmente ocurre esa descomunal puesta en escena que tantas veces ha sido descrita y que es la carta de presentación más usada y repetida para publicitar nuestras procesiones. Allí todo luce de modo especial y cualquier esfuerzo se ve recompensado.
Y allí, también, la pasión blanca y azul, azul y blanca, sobre un fondo de pañuelos, manos alzadas y vivas desgarrados, se desborda hasta impregnar por completo la carrera. Allí se cumplen las expectativas de todo un año de trabajo y desvelos, y allí se convierten en realidad los sueños y los anhelos de muchos.
El juicio popular sanciona aciertos y errores, y unas tribunas divididas por banderas azul y blanca, blanca y azul, que aclaman o reclaman sin cesar, entran en comunión respetuosa al paso de las imágenes ante la perplejidad de quienes no están advertidos de esos cambios repentinos de humor. Sin esa especialísima participación del pueblo de Lorca en sus procesiones, una parte importante de ellas se vendría abajo.
Recoger banderas como aquí se hace, ¿qué sería sin quienes hacen posible que la emoción alcance ese grado que la distingue de la tibieza? ¿Para quién dirían sus oraciones los rezaores? ¿Para quién las saetas del Barrio sin un público que las sienta en lo más hondo? ¿Para qué los bordados si nadie quisiera ser más o mejor? ¿Para qué una procesión en la que nadie crea o se recree?
Aquí en Lorca, en Semana Santa, creemos en todo esto y en mucho más. Y por eso colaboramos de mil maneras, conforme a nuestras posibilidades, para que ninguna de nuestras tradiciones de Semana Santa, las que nos definen y singularizan, decaiga o desaparezca. Las cofradías son las que hacen las procesiones, qué duda cabe, pero es todo un pueblo el que empuja por detrás para que el ánimo siga intacto año tras año.
La esencia de nuestras procesiones está contenida en esos cuatro aspectos en los que insiste este pregón. Pero la Semana Santa, y no sólo la lorquina, es para cada cual una vivencia personal, íntima, intransferible.
Por eso no quería terminar mi pregón esta noche sin que ustedes sepan de algunas de esas vivencias personales que yo he experimentado en torno a las procesiones lorquinas. Cada lorquino a buen seguro tiene significadas experiencias que contar en su particular vivencia de la Semana Santa. He tenido la fortuna de vivir, como lorquino, situaciones que se me antojan cruciales.
Hay dos que considero especialmente importantes: ser alcalde de esta ciudad, y haber sido Presidente del Paso Encarnado, una cofradía a la que pertenezco por nacimiento y por tradición.
Pero ser alcalde de Lorca implica asumir, de buen grado, renuncias personales en favor del servicio público. Ahora confieso que fue especialmente doloroso para mí tener que dejar la presidencia del Paso Encarnado para optar a la alcaldía de Lorca. Y lo hice, precisamente, a poco de comenzar a serlo, con todos los proyectos por hacer, con todas las ilusiones intactas. En la Semana Santa de 1999, a la vez que experimentaba el gozo y el privilegio de participar en algo tan hermoso para cualquier lorquino, llevaba la pena por dentro en cada acto, en cada procesión, sabiendo que era esa mi última Semana Santa como presidente, a pesar de ser sólo la segunda.
Los lorquinos tenemos esa querencia especial y desmedida por nuestras procesiones y no nos produce empacho en decirlo allí donde haya ocasión. Si por cualquier motivo andamos fuera de Lorca en esas fechas, recreamos una y otra vez cada recuerdo y cada día, en la certeza de que estamos dejando de asistir a unos actos que magnificamos en la lejanía y se nos antojan irrepetibles, únicos.
No he faltado nunca a ninguna Semana Santa en Lorca, ni siquiera a la del año 1.989, a pesar de encontrarme hospitalizado en Valencia, tras un grave accidente que me mantuvo seis meses en el hospital. Me torturaba la idea de vivir el Jueves y el Viernes Santo, en la tristeza de la habitación del hospital, tratando de imaginar, desde la soledad y la lejanía, cada momento y cada acontecimiento en Lorca, añorando todas esas emociones y sensaciones que los lorquinos experimentamos mil veces cada Semana Santa. Cómo me verían los médicos, que decidieron darme un permiso hospitalario entre operación y operación y, aunque en silla de ruedas, con vendajes y aparatos, pude vivir en Lorca la Semana Santa de aquel año.
Así pues, la lejanía o la renuncia voluntaria a las cosas más queridas, son, efectivamente, insoportables para la gente de Lorca cuando se acercan estas fechas en que los tambores y las cornetas caldean las noches invernales y se atisban, a veces, los sones conocidos de aquellas músicas que nos hacen vibrar. Pero siempre hemos de encontrar la manera de burlar a un destino que se nos presenta a veces cruel.
Soy uno de esos lorquinos a los que el destino, los estudios y el trabajo han obligado a residir una parte de su vida fuera de Lorca. A los que hemos tenido que vivir esta experiencia es frecuente que se nos exacerbe el lorquinismo y el gusto por las cosas de la tierra. A mí me ha pasado, y por eso soy un amante excedido de nuestra Semana Santa, y siento orgullo, admiración y deleite por todas y cada una de nuestras Cofradías. Soy mayordomo Encarnado, Blanco y de la Curia. Sí, soy Blanco, y gran parte de mis mejores amigos son azules, y con ellos comparto todos los años un momento especialmente bello y emotivo: la Serenata a la Virgen de los Dolores.
Me encanta ver o participar en todas y cada una de nuestras procesiones, soy costalero del Cristo de la Sangre, Hermano de la Penitencia, he puesto el hombro debajo de la Soledad de la Curia, no falto ninguna mañana de Viernes Santo a la subida del Calvario desde que mi tío Joaquín, mi padrino añorado, me inculcara esta costumbre desde pequeño, acompaño todos los años a la Virgen de la Encarnación a su vela del Sábado Santo en las ruinas de la vieja iglesia de Santa María, y me gusta vivir intensamente el júbilo y la alegría de la luminosa y bellísima procesión del Resucitado.
Como blanco y procesionista entusiasta, me apunté para ser portapasos en el nuevo trono de la Virgen de la Amargura. Me hacía muchísima ilusión ir allí, ayudar a que la Virgen desfilase como merece y recogerla en su casa cuando acabara la procesión. Pero mi puesto debía de estar en la tribuna, atendiendo a las personalidades que nos visitaban ese año.
Nunca agradeceré lo suficiente a quien diseñó la operación y a quien la consintió –el entonces presidente Ramón Mateos- para que pudiese, casi a última hora, arrimar el hombro bajo el trono y llevar a la Virgen de la Amargura hacia ese momento sublime de su recogida en la capilla del Rosario, un momento pleno de emociones y sentimientos para mí como para cualquier blanco.
Y es que la Pasión en Lorca se siente y se vive intensamente, y cada momento, en la carrera, en el palco, en la calle, se nos antoja como un gozo singular, único, irrepetible, una sensación que queremos atesorar para siempre en el recuerdo.
Amigas y amigos, ¡se acerca la Semana Santa!, y las calles, las plazas y los rincones de esta ciudad están ya a punto de experimentar esa explosión del color blanco y azul, encarnado y morado, negro y esa conjunción jubilosa de todos los colores que es el Resucitado, llega el momento de admirar la majestuosidad del cortejo, de sentir ese estallido de pasión desbordada en las calles al son de los himnos y al vuelo de pañuelos y banderas. ¡Mayordomos y cofrades, propios y extraños!, ¡dispongámonos a vivir la Semana Santa de esa manera tan especial que los lorquinos tenemos de hacerlo!, ¡renovemos nuestra alma lorquina!. ¡ Lorca huele ya a clavel encendido azul y blanco, morado y encarnado!. ¡L;orca huele a la arena en la carrera, a mañana de Viernes Santo, a revoloteo de caballos, a oro y a sedas!. Son aromas de primavera …, son aromas de Pasión.
Una Pasión y una Gloria que aquí, en Lorca, sabemos dibujar con oro y sedas para que nadie dude de su autenticidad.
He dicho.